Título: El resurgir de la esvástica
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Dedicatoria
Dedico este libro a todos aquellos que aman la verdad. Presento este libro como homenaje a aquellos que han escapado y escaparán de las garras de Roma. A aquellos ex – sacerdotes que por defender la verdad han sido atropellados, atacados, perseguidos y calumniados. Dedico este libro a aquellos creyentes verdaderos que han sufrido la persecución, la murmuración, la conspiración y la muerte infligida por los enemigos del evangelio. Dedico este libro como homenaje póstumo al ex – jesuita Alberto Rivera.
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Ciudad de Nueva York
Año 1985
4:00 p.m.
En aquella calurosa tarde del mes de mayo, en el viejo apartamento en New York se escuchaba el alto volumen del televisor. Christopher Borazzo, el joven profesor de antropología enseñaba en la universidad y tenía la costumbre de llegar de su trabajo y antes que nada encendía el aparato para escuchar las noticias mientras se preparaba algo ligero de comer para ocuparse en sus planes de trabajo. La carne al vapor estaba casi lista y el olor se desplazaba por todo el apartamento mientras la noticia se dejaba oír:
“D.A.R.P.A., la agencia del Pentágono responsable por el desarrollo de nueva tecnología militar está subsidiando un adelantado microchip injertable en humanos. Esta maravillosa tecnología puede ser de gran adelanto social en especial para las personas incapacitadas que han perdido funciones corporales. Según el profesor Warwick, uno de los pioneros en experimentar esta tecnología, asegura que por medio de la colocación de colecciones de micro electrodos múltiples, por sus siglas MMEA, que hacen posible la conexión del cerebro o el sistema nervioso central a una computadora o chip de implante que por medio de satélite está unido a una computadora central se pueden recuperar capacidades perdidas como el movimiento de piernas, brazos, y la capacidad de devolverle a las personas la capacidad de sentir emociones y ejercitar sentimientos. Warwick aseguró que esto es posible gracias a Máquina de Interfase cerebral o un complicado programa o software que intercambiaría, reconocería y controlaría impulsos eléctricos del cuerpo humano responsables de las funciones básicas del ser humano o las más complejas como las mismas emociones. El profesor aseguró que estas tecnologías pudieran estar disponibles mucho más rápido de lo que se espera ya que usarían las mismas antenas de teléfono y sistemas inalámbricos que ya existen en todas las ciudades para el beneficio de los que posean los implantes en sus cuerpos. De esta manera se lograría la conexión microchip-antena-satélite-computadora central mundial para favorecer a los humanos. Sin duda alguna que el futuro es muy prometedor y más ahora que se suma a todo esto los adelantos de la nanotecnología y la creación de máquinas a tamaños diminutos...”. –seguía la noticia.
Christopher por un momento perdió el olfato de su comida quedando impactado por la interesante noticia.
–¡Auch! –dijo Christopher corriendo hacia su pequeño horno que casi le quema la comida por dejar de prestarle atención.
–Un poco más y pierdo mi cena. –dijo Christopher hablando graciosamente con su felino. – Eh, debes estar hambriento tu también, ¿verdad? Mangual.
Mangual su querida mascota bengala era su fiel compañero y oidor. No le abandonaba ni en sus caminatas de tarde cuando Christopher salía al parque a ejercitarse.
Christopher era de cuerpo atlético y apariencia esbelta. Su cuerpo reflejaba casi cuatro décadas de una vida dura, pero de superación. Era de origen puertorriqueño, pero había emigrado a New York luego de graduarse de antropología cediendo ante una tentadora oferta de una prestigiosa universidad. Borazzo siempre se distinguió por ser un gran estudioso e investigador de todos los temas contemporáneos. Huérfano de padre y madre a causa de una terrible enfermedad que afectó a sus progenitores, creció solo en casa de unos abuelos que le cuidaron hasta su partida. En la ciudad de New York y frente a la opresión social que implicaba una ciudad llena de gente que camina de aquí para allá casi tropezándose unos con otros en sus afanes y negocios, Christopher se encontraba solo. A pesar de que amó a sus abuelos nunca siguió los consejos que ellos le daban que lo animaban a buscar la compañía de Dios, antes que llegaran tiempos difíciles y de soledad. Todavía le resonaban en su cabeza las gastadas palabras que su abuelo le repetía a menudo: “un hombre no estará completamente solo si tiene a Jesús en su corazón”. Sin embargo, Borazzo no frecuentaba regularmente la iglesia ya que se sumergía en el mar de literatura y de información que su profesión le demandaba. Se dedicaba más a estudiar e investigar. Le resultaban incomprensibles las palabras de los pastores de iglesias que constantemente predicaban sobre un inminente regreso de Jesucristo el Mesías de Israel. Borazzo pensaba que los pastores eran unos estúpidos al predicar sobre el regreso de un hombre de entre los muertos. No sólo no creía en la resurrección, sino que se negaba a creer que existiera tal “Mesías resucitado” ni mucho menos una “segunda venida”. A menudo, jóvenes de iglesias constantemente invitaban a Borazo a asistir a los servicios de culto a Dios, pero él prefería no ser identificado con los grupos de jóvenes creyentes. Le preocupaba que sus estudiantes le identificaran como cristiano y procuraba no ser asociado con ellos. Como si fuera poco, Christopher poseía varios compañeros de trabajo que pertenecían al Opus Dei. De esta manera Borazo se fue creando la idea generalizada que todos los grupos eran similares en sus prácticas de “lavado de cerebro”. Christopher había llegado a la conclusión de que la gran mayoría de las sectas eran dañinas. Según sus conclusiones se trataba de la aceptación de un discurso con el cual la gente tendía a identificarse y refugiarse por necesidades personales y luego terminaban venerando símbolos o imágenes por los cuales les infundían admiración ocasionando identidad de grupo y esclavitud en sus seguidores. Para él, el hecho de refugiarse en religiones y orbes integristas era cosa de débiles, faltos de identidad, y de baja autoestima. Así anduvo muchos años inmerso casi todo el tiempo en estudios seculares e investigaciones. Christopher prefería mantenerse en su soledad y privacidad en el apartamento, sin embargo, de vez en cuando hacía excepciones y salía a conversar con vecinos y conocidos en el gran parque de la ciudad.
El insistente timbre del teléfono le obligó a masticar rápidamente la comida y atender la llamada.
–¿Qué estás haciendo? –dijo una voz femenina.
–¿Y ese milagro? –contestó Borrazo al reconocer la voz de su amiga Heda
–Eso es para que veas que no me olvido de mis amigos. –dijo Heda de manera simpática como tratando de provocar en Christopher alegría.
–Dime, ¿qué estás haciendo? –preguntó Christopher.
–Nada, sólo que iba a salir al parque en mi bicicleta y te llamó para ver si deseas acompañarme. –dijo Heda de manera dulce.
–¿Ahora? –preguntó Borrazo.
–Bueno, si Mangual te lo permite y nos acompaña a mí y a Perla. –dijo Heda refiriéndose a sus mascotas.
Sin perder mucho tiempo, Christopher se preparó y se encontró con su amiga. De vez en cuando ambos solían pasear a sus mascotas al aire libre muy bien protegidas en sus portaequipajes adheridas al manillar. En aquella tarde de primavera eran muchas las personas que pensaron igual que ellos. La acera estaba muy transitada por aquellos que salían a ejercitarse y a compartir en la cosmopolita ciudad. Heda llamaba mucho la atención de los muchachos del parque que admiraban su belleza sin igual. Su cuerpo esbelto, su cabello lacio rubio, así como sus llamativos ojos azules eran solo complementos de hermosos atributos que eran de admirar por el sexo opuesto, y a la vez la envidia de muchas jovencitas. Heda se encontraba entre los jóvenes que apenas cumplían los veinticinco abriles. Christopher, aunque se sentía atraído por ella, nunca le confesaba su admiración, sino que la guardaba en su corazón como a un amor platónico.
Heda y Christopher se habían detenido a conversar en la grama no sin antes darle algo de libertad a sus dos felinos para que jugaran en el pasto donde cruzaban de un lado a otro rozando sus colas entre sus pies. Perla llamaba mucho la atención, era una hermosa gata siamés, que llevaba tres años junto a ella.
–¡Qué bien la estas pasando! ¡Ah, nena! –dijo Christopher dirigiéndose a Perla al verla revolcarse en el suelo.
Pasadas unas horas, el parque se llenaba cada vez más de deportistas y gente recreándose.
–Qué bonito es venir al parque y ver la ciudad. –dijo Heda fijándose en la gente muy ocupada y divertida en sus deportes, pasatiempos, y tertulias en el inmenso parque.
Eran muchos los que a su vista disfrutaban de deliciosos helados, otros iban y venían en sus acostumbrados aerobismos por las aceras. De la misma forma otros salían solo a platicar y a pasarla bien junto con amigos.
–Ah, si no fuera por la democracia que reina en nuestro país, este paraíso que tenemos aquí no fuera una realidad. –dijo Christopher con tono de satisfacción.
–Oye, oye. Los republicanos también somos buenos. –dijo Heda dándole un codazo a manera de juego.
–Tenemos que darle gracias a Dios que vivimos en América, la tierra de la libertad y de la felicidad donde todo el mundo encuentra la realidad de sus sueños. –dijo Christopher mirando aquel atardecer.
–Bueno, por lo menos estamos con más sosiego y tranquilidad que en otros países que están bajo las guerrillas. –dijo Heda.
–Ni lo menciones. Sabes que por mi profesión conozco bastante de esos países donde reinan las guerrillas y las partidas armadas que dominan territorio y aniquilan, torturan y violan los derechos de mucha gente, como por ejemplo algunas regiones en Colombia o Birmania. –dijo Christopher.
–Es muy lamentable que así sea. ¿Cómo puede existir gente tan ciega que no conozcan la libertad y solo les importe las armas, el poder, y el control sobre los demás? –cuestionaba Heda
–Yo, lo único que sé, es que esto es América. Ya la época de los tiros y balazos pasaron en nuestro territorio. Por lo menos llevamos la ofensiva y el liderato sobre otras naciones. Este es el momento cuando el poderío americano está dándose a respetar. –dijo Christopher.
–¿Crees que nos toque a nosotros? –preguntó Heda.
–¿Nos toque qué? –indagó Christopher.
–La otra cara de la moneda. Que en vez de ser nosotros los que llevan la ofensiva, seamos las víctimas de los que hacen la guerra. –contestó Heda.
–Mira, nuestra nación posee demasiada influencia mundial como para que eso pase. Somos los que llevan la delantera en tecnología, progreso, adelantos y toda clase de ciencias. ¿Crees que esto nos coloca en desventaja frente a los demás? –comentó Christopher.
La conversación fue interrumpida por el timbre del celular de Heda.
–Christopher, perdona que me tenga que ir. Es que mis padres me están apurando ya que desean que los acompañe a la iglesia evangélica esta noche. ¿Quieres venir con nosotros? Es muy cerca de este lugar. –le invitó Heda.
–Gracias, pero no. Tengo que terminar unos trabajos que tengo pendientes. Será en otra ocasión. –contestó Christopher recogiendo a Perla y colocándola en la bicicleta de su amiga.
Heda, se despidió y se fue corriendo en su bicicleta despidiéndose de su amigo.
Christopher se quedó un rato más en la sombra de unos arbustos contemplando el panorama. Pasaron cerca de cuarenta y cinco minutos cuando se dirigió a un kiosco a comprar una botella de agua para saciar su sed. Al pretender montarse en su bicicleta se le acercó un pordiosero de la calle que portaba ropas sucias y maltratadas. El hombre vivía de limosnas de la gente. Christopher lo notó rápidamente cuando olfateó el mal olor que el hombre expelía.
–Señor, ¿me regala cinco centavos? –le preguntó el pordiosero.
–No tengo. –contestó Christopher rápidamente queriéndose desligar del barbudo viejo.
Christopher quiso montarse tan pronto pudo en su bicicleta, luego de ajustar bien a Mangual en su lugar. Luego de haber pedaleado dos o tres minutos se detuvo a beber de su botella de agua. No había descansado bien cuando volvió a escuchar la voz del anciano.
–Señor... –dijo el pordiosero cuando fue interrumpido bruscamente por Christopher.
–¿Me estás persiguiendo? –preguntó Christopher con expresión de molestia en su rostro–. Ya le dije que no tengo. –le dijo de muy mal humor.
Cuando Christopher se volteó para reprender al insistente pordiosero al cual ni siquiera había querido mirar a la cara, fue su mayor sorpresa. Esa cara le parecía conocida. Por un momento dudó.
–«¡No puede ser!». –dijo Christopher para si−. ¿Us-ted? –gagueó– ¿Qué hace en esas circunstancias? –dijo incrédulo y a la vez muy confundido.
Christopher quiso alejarse apurándose a montarse en su bicicleta e irse. Pero al darle la espalda.
–¡Christopher! –le llamó el hombre.
Christopher se detuvo, pero con un rostro tan pálido como la misma acera del parque.
–Entonces, ¿es usted? –reaccionó.
Las dudas que tenía Christopher eran ciertas. Se trataba de un viejo profesor que le había dado conferencias de religión en Puerto Rico en décadas antes, ya que el Vaticano le otorgaba pases temporales para ir a diferentes lugares a dar charlas. Su nombre era Mathew. Nunca se casó y siempre se había interesado por los hábitos religiosos entregándose a la vida sacerdotal. Pero ¿qué hacía este hombre en situación tan deplorable? Jamás se imaginó que aquel sacerdote estuviera ahora en aspecto de total negación y abandono. ¿Qué le habrá sucedido? ¿Cómo llegó a la miseria? Era toda una estampida de dudas y preguntas que hacían que el rostro de Christopher se mostrara con gran asombro y preocupación por la condición de aquel hombre.
–¿Cómo es posible? –preguntó Christopher con esfuerzo por el nudo en su garganta.
–Sí, soy yo. –contestó Mathew entristecido
–No, no es posible que un conocido mío se encuentre en tal condición. Eso no puede ser. –dijo Christopher compadeciéndose de Mathew quien bajó su mirada como denotando vergüenza.
–No puedo creer que te encuentres en esta gran ciudad y mucho menos en estas condiciones. –dijo Christopher como reprochándole–. Esto no lo permitiré, no dejaré que usted esté pasando necesidad y mucho menos de vagabundo en la calle. –le dijo con una expresión pragmática−. Ven conmigo, te llevaré a mi apartamento. Allí te podrás mudar esa vieja ropa y te asearás por completo.
–Amigo, por tu protección no me lleves a tu apartamento. –rehusó el anciano negándose a ir.
–¿Protección? ¿De quién? No me digas que tienes sentido de persecución. –dijo Christopher muy incrédulo e insistiendo para que su amigo accediera.
Mathew accedió a la insistente invitación de Christopher. Mientras ambos caminaban rumbo al apartamento eran muchos los que se extrañaban que el solitario y amargado profesor ahora parecía estarse compadeciendo de los pobres y necesitados.
Aquel anciano aparentaba mucha más edad en el aspecto de abandono en cual se encontraba. Aquella sucia barba y el pelo largo y revolcado hablaban por si solo de un descuido personal por largo tiempo y sin contar los harapos viejos que traía, los cuales lo hacían ser despreciable a los demás.
Con ayuda, aquel hombre de aspecto despreciable pasó de mendigo a un estado más digno. Aquella muestra de misericordia provocó que de las sombras un hombre saliera nuevamente a la luz.
Prólogo
Los Hechos
Capítulo 1 El pordiosero
Capítulo 2 Misteriosa huida
Capítulo 3 La carta secreta
Capítulo 4 Advertencia de una catástrofe
Capítulo 5 La autoridad del dragón
Capítulo 6 El arrebatamiento
Capítulo 7 La marca
Capítulo 8 Señales y prodigios
Capítulo 9 Siete años
Capítulo 10 Monstruos de aluminio
Capítulo 11 Un nuevo día
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